Andrada Fǎtu-Tutoveanu
Babes-Bolyai University, Cluj-Napoca, Romania
The Space and the Revelatory Voyage in the Chilean Exile Literature
Impossible Geographies: Inner and Outer Space
Abstract: The voyage, main concept at an implicit level in the Chilean exile literature (the generation of Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Antonio Skármeta and others) expresses in a symbolical form the constant need of the individual to recuperate through the artistic act his native space and the area of his identity. This voyage through mental spaces inscribes new maps, on which the space is fragmented in islands whose names are given by nostalgia, memory and by an act of re-creation. This literature tries to rebuild vertically and horizontally the geography of a country as it continues to exist only in the memory, an invented country, as Isabel Allende calls it, which persists beyond the authentic space, curved into an act of self-discovery and self-construction. As reality (initially forbidden) cannot sustain itself (when the contact is reestablished) against nostalgia, because it has brutally lost its innocence, the only possible native country resides in the language, a privileged space where the dynamic act of combining memory an invention takes place by drawing the new lines of a vital space. Out of the magic, protecting, circle, projected in a cruel no-man’s-land, the individual has to assume an inner re-building in order to find new roots in this mental, invented country, trough a revelatory voyage to a necessary but impossible geography.
Keywords: Chilean literature, Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Antonio Skármeta, exile, identity
Motto:
”Mis obras son un carnet de viaje interior a través de los recuerdos. Se trata de una tierra de antaño, reconstituida en fragmentos: huellas, pájaros, árboles, paisajes…”. El uso del papel como soporte, añade, obedece a su materialidad, “frágil soporte de de una memoria, de una nostalgia. El destierro es un papel escrito, rasgado por el tiempo, por la ausencia”.La fragilidad del papel es la misma del errante, de la memoria que se pliega y despliega, ¿no es así? -Es un abrir y cerrar, en la errancia siempre hay movimiento.- ¿Cómo les llamas a estas piezas?
– Cartas[1].”
Emma Malig[2]
El espacio vital existe por reglas orgánicas, se mueve en nuestro interior como en un líquido amniótico, foetus infiel que ha adquirido figuras grotescas en la ausencia del contacto con el exterior. La brutalidad del destierro – viaje forzado – provoca la ocultación, la falta de transparencia de la imagen mental: el exiliado acoje dentro de si mismo una invención, flotando a la deriva, como un barco hipnótico. Reconstruir vertical y horizontalmente, de manera centrípeta y también centrífuga la geografía de un país que se manifieste y persista solamente en la memoria significa volver a darle una tridimensionalidad más allá de lo auténtico: el espacio alejado por las miopías de la distancia está devuelto con la ayuda de las marcas profundas y los colores turbios de la nostalgia. Para los autores chilenos del exilio[3], el espacio propio se convierte en una zona inaccesible a la vez con el alejamiento, y por eso los vínculos con su territorio se realizan en movimiento, con saltos al exterior y con vueltas a la matriz. Regresar es enfrentarse de manera paradójica al mismo alejamiento: la realidad no confirma las imágenes de la nostalgia, sino queda marcada por la acción irreversible del tiempo y por lo más esencial, la pérdida de la inocencia. La brutalidad caracteriza no solamente los cambios, también brutal es el enfrentamiento con lo que es real, cuando la re-adaptación se convierte en una simple ilusión. Escribiendo Mi país inventado, Isabel Allende[4] admite la dificultad de redescubrir un nuevo hogar (después de perder definitivamente el suyo en los meandros del pasado, cubierto por el brillo de la modernidad) y reconoce como única patria ese espacio inventado, enraizado en la memoria. Es un tipo de vida en el cual no reside sola, ya que un pueblo entero de exiliados asume el mismo destino nómada, una suerte de búsqueda de ese tierra impropia a la geografía real.
El viaje es un concepto clave a nivel implícito en el caso de la literatura chilena del exilio (la generación de Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Antonio Skármeta etc.), dado que la significación del acto itinerante se puede encontrar en una multiplicidad de imágenes. La idea de recuperar a nivel literario, pictórico, cinematográfico el espacio inicial, materno se realiza en un mapa revelador de la identidad. Chile, espacio marcado por la multiplicidad (reuniendo al mismo tiempo todas las temporadas y las formas geográficas), sugiere por su forma lineal el acto itinerante y descendente hasta un espacio final (del “fin de mundo”), que tiene un nombre simbólico: Tierra del Fuego (descensus ad inferos en toda la palabra). El espacio está marcado igualmente por la apertura (miles de kilómetros de costa) y por el cierre estricto (la cordillera andina), un muro más penetrable en el caso de los que se han refugiado en el exilio que la barrera humana. Para el exiliado, la vida “fuera de Chile” parece –paradójicamente – restrictiva, encerrada entre las largas murallas de ese “país de nadie”[5], el nombre que Luis Sepúlveda[6] da al exilio.
El exilio, afirma Emma Malig[7], es insular, no es un territorio habitable donde encontrar a otros, el destierro tiene la forma de un mapa interior, que es de manera ostentativa parecida a una geografía real. Los caminos son, pues, diferentes, los topónimos cambian, como en las obras de la pintora, en destierro, naufragio. Los regresos son imposibles, el relieve cambiado definitivamente, como después de un viaje fantástico, de un paréntesis temporal. Al entrar en su país, el exiliado está suspendido, como flotando entre los hemisferios inverosímiles de un espacio utópico.
Sentirse extranjero empieza (¿o termina?) con sentirse así en su propia patria, un alejamiento que acaba por obligarte a abandonarla o te impide tener la ilusión del regreso. La nostalgia confunde en su vaguedad el hogar, la tierra y los objetos y personas familiares, es un estado que no consigues percibir, fluido, formado por las cosas más inverosímiles. La nostalgia queda, como una hoja de cebolla, de las más tristes, del nuevo ser (el desterrado), que se construye afuera, fuera, saliendo de su país, en una exterioridad pura. Se impone una reconstrucción interior con el propósito de estar de nuevo protegido, al dejar atrás el espacio mágico, representado por el país de su mente, paraíso ilusorio e imperfecto y, en realidad, convertido en intangible. Las raíces adquieren formas específicas, íntimas, de personas y lugares mentales: Isabel Allende escribe que se ha visto obligada con frecuencia a alejarse, a romper lazos, dejar todo atrás y comenzar de nuevo, viajera errante a lo largo de más caminos que uno puede recordar. Por eso las raíces secan y hay que engendrar nuevas, que, al faltarles un lugar geográfico han permanecido sólo en la memoria: laberinto donde residen los minotauros[8].
Para los directores Patricio Guzmán o Miguel Littin el viaje artístico tiene como eje el nivel existencial, porque la cámara ha grabado la muerte y por eso la tiene grabada en su memoria simbólica y regresará, haciendo una y otra vez lo mismo, por la imposibilidad interior de no hacerlo. La memoria persiste en las cosas físicas, ya que grabar representa un acto revelador, histórico y de justicia frente al olvido. Miguel Littin recurre al cambio satánico, renunciando a una identidad exterior (su nombre, su ropa típica, su acento chileno) para poder (con otros datos, falsos) regresar a su país, recuperar su espacio, como en una reconexión apremiante con la fuente vital. En realidad, regresar es una ilusión (decía Emma Malig), es un intento sin éxito, pero que te proyecta en un vacío de pertenencia. Físicamente, el viaje de regreso es tan posible como cualquier otro contacto (Juan Belmonte necesita solamente unas cuantas monedas para llamar a su país y después viaja sin problemas a Chile), pero la recuperación de su tierra no va más allá de lo epidérmico: lo máximo es ver su hogar en el otro, en la solidaridad de la misma situación, sentimiento que crea una frágil patria inventada. Al regresar, el viajero examinará solamente las huellas de la memoria, la imagen de un caserío familiar con sus espacios interiores, como Antonio Bolívar de Un viejo que leía novelas de amor[9].
***
Imagen invertida del viaje revelador por los espacios-matriz, exilio paradójico en su propio país y relato de una transformación interior es la que ofrece la película chilena[10], La Frontera, 1991, que está operando, desde el título, con términos simbólicos. El Profesor, el protagonista de la película, está en las primeras escenas en pleno viaje, pleno “traslado”, expulsado de su espacio-hogar, la ciudad (al contrario, para George Washington Caucáman, personaje de Sepúlveda[11], la expulsión se hace hacía la capital, lo esencial es el alejamiento, “no importa dónde” pero lo mas lejos posible). Para el Profesor, el viaje es equivalente a una condena al fin del mundo, a un espacio del naufragio: el personaje está deportado a un lugar devastado por el maremoto, en la Patagonia, solamente por haber protestado contra una injusticia sufrida por un colega. Inocente, el Profesor, que habla un idioma distinto del de sus guardias, caminará como si ciego (hecho simbolizado por la perpetua falta de luz de las imágenes) en un espacio desnudo, vaciado de su naturaleza y calor humana, de la cual encuentra solamente huellas, restos naufragados de sentimientos. Los personajes se mueven en un espacio marcado por el desastre (la ciudad ha sido destrozada casi completamente por el maremoto, han quedado solamente fragmentos de cosas, que apenas forman una aldea), manteniendo como referencia pequeños resortes que se quieren salvadores. Generalmente, se trata también de pequeños viajes, la mayoría simbólicos. La mujer regresa una y otra vez a su casa destrozada, llevando flores inútiles a las ruinas, su padre emprende un viaje mental a la España de su juventud, en realidad escuchando solamente el mar. El sacerdote británico va y vuelve, sus viajes siendo pequeñas cruzadas para ayudar a los que han perdido todo. Hasta la bruja, la machi india va siempre en un viejo y burlesco automóvil, en contraste con su actividad ancestral. Pero lo más representativo es el viaje diario del buceador, un verdadero buscador de “fronteras”, que se sumerge varias veces para encontrar una vía de comunicación entre dos mares, explicación única para él por las catástrofes naturales. Los maremotos definitivos y devastadores parecen ser el destino de esa comunidad del fin del mundo, porque volverán a producirse al final de la película, arrasando de nuevo. El agua restituye a veces trofeos, partes de estatuas y otros recuerdos, mientras que la vida se manifiesta solamente como la copia imperfecta de lo que era antes del desastre. Isabel Allende escribe que su país y, más que nada, su generación (al nacer en vísperas de la segunda guerra mundial) conserva las huellas de un pesimismo fundamental, viviendo con un presentimiento constante de la destrucción. Con todo esto, frente a los inexplicables actos definitivos de la naturaleza se hace evidente una distancia entre extranjero y conocedor (el que pertenece a su espacio). George Washington Caucáman descifra, como en su tiempo Antonio Bolívar (nombres y apellidos excesivos como los con que Sepúlveda suele jugar en el caso de personajes sencillos, vinculados orgánicamente a su tierra, pero en realidad extraordinarios) las huellas de las fieras, los olores y los perfumes de las selvas, sintiendo el fuego de una distancia inverosímil. A esa estirpe de lectores de mapas imaginarios de unas tierras que se protegen ante los intrusos por complicadas trampas y trucos peligrosos, pertenece también Pedro García (de Casa de los espíritus[12]), quien no sólo entiende el gesto de la hormigas invasoras (imagen emparentada con la que aparece en Cien años de soledad), pero también sabe cambiarles el ritmo, dirigiéndoles hacía un nuevo viaje. Las residencias, las mansiones que mezclan entre sus paredes significaciones sociales y personales representan historias y geografías concentradas. I. Allende viaja hacía atrás en el tiempo, para reconstruir la biografía de su familia y, de manera implícita, sus raíces perdidas en su perpetuo alejamiento. Su guía es la imagen simbólica de la casa familiar (la mansión legendaria, laberíntica y gigante de Casa de los espíritus), junto con su complemento primitivo de la hacienda Las Tres Marías, lugares con vida propia, en lo cuales alternan el espíritu femenino y masculino, la organización y la brutalidad natural, la anarquía. Son espacios oscilantes, caprichosos, con edades y marcas personales que crecen y envejecen como las personas, que revelan y ocultan, abundan en fertilidad y después se derrumban a causa de tantos desastres que ocurren a lo largo de la historia. Para redescubrir sus laberintos temporales y espaciales, la exploración se realiza en la memoria y en la narración, el acto de descubrimiento es por excelencia creativo, esa herencia nostálgica se reconstruye y tiene vida propia. En la distancia, cuando los caminos exteriores, físicos ya están cerrados, la mirada vuelve hacía el interior, como si quisiera iluminar espacios olvidados, oscuros, crear puertas y ventanas.
El contacto táctil con los contornos de un mundo percibido de manera personal es por su naturaleza un acto de creación, incluso cuando el contacto con unas coordenadas reales llega a ser insuficiente, viaje frustrante y frágil. Encontrar una nueva geografía, personal, construir una tierra mental para sustituir un país prohibido, supone la fractura interior, disimulada frágilmente detrás de esa nueva “invención” de patria, de lugar propio. El mapa del exilio está pintado de los colores de la memoria y de la tierra, representación interior que se dibujá a través del el arte como una necesidad íntima de materializarse, de echar raíces en la página o en el cuadro.
En la “frontera” de esa multitud de mundos y espacios vigilan los espíritus creadores, voces perpetuadas por la nostalgia. Cada uno de esos artistas del exilio (escritores, directores de películas o pintores) interpreta y reorganiza ese mundo inicial, real, con el cual ya no saben más comunicar en lo social o lo cotidiano[13], que de hecho, ha dejado de ser su país[14]. La relación de identidad se mantiene más en los mecanismos interiores, profundos, porque con la distancia crece el conocimiento vertical, íntimo y se facilita el análisis y el diálogo con su tierra, un traslado al espacio virtual de la nostalgia.
Cuando escriben “mi país”, Neruda o Allende recuperan en sus palabras una tierra, como lo llama el poeta, larga, delgada, país de un viaje longitudinal, al fin del mundo. En cuanto al “destierro”, la palabra habla de manera evidente de la falta de espacio, del “sin tierra”, el individuo en su imagen simbólica de barco a la deriva, como decía Emma Malig. La lengua materna es su territorio, más que cualquier otra cosa porque es la tierra de los pensamientos y de la identidad más profunda. Escribir es un acto de existencia, de mostrarse e imponerse como persona. Por eso, verse propulsado a otro idioma equivale a una posesión involuntaria, a una inseminación de alteridad en la cual los pensamientos se rompen y se perturban, el último espacio de la identidad. ”Escribo, dice Luis Sepúlveda, por amor hacia las palabras y con la obsesión de nombrar las cosas desde una perspectiva ética, heredada por una práctica social intensa. Escribo porque tengo memoria y la cultivo escribiendo sobre los míos, habitantes marginales de mis mundos marginales. Escribo porque amo mi idioma y en él reconozco la única patria posible, una patria que el exiliado lleva con él, territorio dinámico y reconfortante cuando la patria real pierde sus formas en la nostalgia y el único encuentro que se realiza tiene lugar en una zona indefinida donde la escritura une, como en una tierra inventada, el país del recuerdo con la utopía.”[15]
[1]Mapas [n.n.]
[3] El artículo se refiere (como continuación de un texto anterior sobre el tema del exilio en los autores chilenos contemporáneos) a las obras literarias de Isabel Allende y Luis Sepúlveda, pero también con referencias a las películas de Patricio Guzmán, Miguel Littin y Ricardo Lorrain.
Su exilio es parte de un destino común asumido o impuesto por los que, después del golpe militar de Chile (11 septiembre1973) se oponían al nuevo régimen al nivel de ideas o actos.
[4] Isabel Allende (n. 1942), escritora chilena, exiliada voluntaria después del golpe militar; también nieta del presidente Salvador Allende, muerto en el día de ese golpe militar.
[5] „Traiam in tara nimanui, pe care unii o numesc, eufemistic, exil […] Se exileaza cel care nu cunoaste reversul medaliei si care isi hraneste greselile dincolo de lumea in care a invatat sa le faca, insa cel care a strabatut intrgul tunel, descoperind ca extremele sunt la fel de intunecoase, ramane prizonier, asemenea unei muste lipite de o fasie de hartie unsa cu miere. Lumina nu exista. Nu era decat o inventie infierbantata, iar claritatea ortopedica a locului unde se intampla sa stai iti spune ca te afli pe un teritoiu fara iesire care, pe masura ce trec anii, in loc sa iti dea seninatate, intelepciune, siretenie pentru a te ajuta sa fugi, se transforma intr-o noua veriga care te leaga. Si poti sa te misti, sau sa crezi c-o faci (…) insa granitele se vor indeparta la randul lor, in progresie geometrica fata de distanta pe care ai strabatut-o cu piciorul”, Luis Sepulveda, Nume de toreador, Traducere de Irina Dogaru, Editura Polirom, Iasi, 2003, pp.32-33 [Nota: Por falta de acceso a todas las ediciones originales (en dos o tres casos), se ha utilizado una traducción en rumano o francés, faltando la posibilidad de confrontarse con el original. En todos los casos la sustancia no ha sido alterada, pero cuidadosamente respectada.]
[6] Luis Sepúlveda (n.1949), escritor – detenido y más tarde exiliado, después del golpe militar de 1973
[7] Emma Malig, en la película documentaria Salvador Allende de Patricio Guzmán, Salvador Allende. Chili, la mémoire obstinée [Paris] : Ed. Montparnasse : JBA éd., cop 2005
[9] Luis Sepúlveda, Un viejo que leía novelas de amor, Ediciones Tusquets, Barcelona, 1993, (primera edición 1989)
[10] La Frontera, 1991, Cine XXI LTDA, dirigido por Ricardo Lorrain, con Patricio Contreras, Gloria Laso, Héctor Noguera
[14] Isabel Allende confiesa que mucho tiempo antes de su adaptación definitiva a una identidad americana (Norte y Sur-), habría dicho sobre su origen que no es de ninguna parte o latino-americana o, en el corazón, chilena, v. Isabel Allende, Mi país inventado, ed.cit.
[14] Luis Sepulveda, La folie de Pinochet, Traduit de l’espagnole par François Gaudry, Editions Métailie, paris, 2003, pp. 110-111[v. Nota v]