Hugo Francisco Bauzá
CONICET – Universidad de Buenos Aires, Argentina
La mitología clásica y su proyección contemporánea
Las Bacantas de Salvador Távora /
Classic Mythology and Its Contemporary Sequels
Salvador Távora’s The Bacchae
Abstract: Salvador Távora, the playwright from Sevilla, revisits Euripides’ well-known play in his work The bacchaes. In order to accommodate the ancient theme to the “flamenco” code, he makes use of the “cante jondo”, one of the Andalusian folk dances, of the ”cantaores” and the ”bailaores”, as well as of other means of the “gipsy aesthetics”. In so doing, Távora updates the classical tragedy to modern times. The main idea remains that humans are subject to powers beyond their reach and comprehension, and the conclusion is that man should remain open to miracles and to mystery.
Keywords: Dionysus; Dionysian festivals; Flemish theatre; Andalusian gypsies.
1. Función y sentido de la mitología y de la religión griegas
“Admiramos las grandes obras de los griegos, su arquitectura, plástica, poesía, filosofía y ciencia. Somos conscientes de que ellos son los fundadores del espíritu europeo (…) leemos a Homero como si hubiese escrito para nosotros, emocionados contemplamos las estatuas y los templos de los dioses griegos (…) pero los dioses mismos, de cuya existencia nos hablan estatuas y santuarios, los dioses cuyo espíritu vibra en toda la poesía de Homero, los dioses glorificados en los cantos de Píndaro, que en las tragedias de Esquilo y Sófocles ponen norma y meta a la existencia humana, ¿realmente ya no nos importan nada? ¿Dónde estará entonces el error, en ellos o en nosotros?”,
plantea Walter Otto con asombrosa lucidez al iniciar su estudio sobre la Theophanía de los dioses griegos.[1]
Este estudioso encara una cuestión que, desde hace siglos, ha tenido -y tiene- diferentes respuestas. De entre las más célebres, no puedo omitir la de su contemporáneo -y contrincante ideológico- Wilamowitz-Möllendorf quien en su notable Der Glaube der Hellenen destaca: “los dioses están ahí”. Por tanto, deben ser aceptados como tales siendo superflua toda reflexión teórica al respecto. Aceptarlos, es ése el principio mediante el cual debemos proceder toda vez que pretendamos ingresar en el horizonte helénico. Ni explicarlos, ni discutirlos, sólo aceptar su sempiterna presencia.
Es preciso dejar de lado los prejuicios racionalistas que, desde Sócrates hasta nuestros días, han pretendido mirar críticamente la mitología y religión griegas y con lo cual han procurado asestarle un golpe de gracia. La mitología y la religión no pueden ser aprehendidas por medio de la razón, sino mediante un acto de fe, de adhesión sentimental. En los últimos años Paul Veyne, en un lúcido ensayo[2], se pregunta si los griegos creyeron o no en sus dioses, a lo que responde indicando que jamás se formularon esa pregunta: una interrogación de ese tipo pertenece al mundo racionalista de la modernidad y no al helenismo de la época clásica.
Conviene tener presente que la mitología clásica está constituida por un conjunto de relatos que, entre otras circunstancias, pone en evidencia la manera como un pueblo experimentó lo divino, así como sus inquietudes respecto del más allá. Al considerar esta mitología debemos abandonar, en consecuencia, la idea ingenua que veía en ella sólo la noción de aventura, en la que los dioses -calcados sobre los mortales- tenían los mismos vicios y virtudes que éstos: por dioses los griegos entendieron algo más que mera mitografía.
Los mitos clásicos pretenden brindarnos una visión teocosmogónica del mundo y de la historia, así como la ubicación y el papel del hombre en ese complejo tejido cuyos hilos considera urdidos de antemano y que conforman un tramado fatal e ineluctable que lo envuelve; de ahí el anhelo por desentrañar lo establecido por el Destino, por conocer la moîra, la parte asignada a cada uno[3].
Dentro de ese vasto corpus, una de las figuras clave es Dioniso. Sobre esta deidad la bibliografía, que es vastísima, se despliega en un horizonte exegético que va desde considerarlo una deidad foránea que penetró e influyó decisivamente en el pensamiento griego, hasta trabajos como los del citado W. Otto quien, siguiendo el relato euripideo de las Bacantes, lo entiende como un dios griego -lo que ha sido corroborado por el hallazgo de tablillas micénicas que se remontan al II milenio antes de Cristo, en dos de las cuales está consignado el nombre de esta deidad-.
Con todo, es prudente adoptar una postura conciliadora de ambas exégesis dado que, si bien es una deidad griega, Dioniso es reconocido plenamente como dios en la comunidad helénica luego de la sanación de su locura y de su iniciación en Tracia por obra de Rhea, su abuela, y de la diosa Cibeles.
Por lo demás, desde Nietzsche -que en Die Geburt der Tragödie lo sitúa en el panteón helénico como una deidad complementaria de Apolo- su figura no ha dejado de ser motivo de análisis, comentarios y exégesis harto variados. Existe, pues, una hermenéutica sobre Dioniso al extremo de que una reciente tesis doctoral defendida en España ha versado sobre la historiografía de esta deidad[4].
Ha sido mérito de Nietzsche develar aspectos singulares de esta figura mítica los que hoy englobamos corrientemente bajo el nombre “dionisíacos”. En ese sentido, es este filósofo quien ha puesto al descubierto rasgos fundamentales muchos de los cuales no parecen pertenecer propiamente al ámbito que los griegos atribuyeron en sus orígenes a esta deidad sino, antes bien, otros que pueden ser colectadas en la historiografía que a lo largo del tiempo se ha construido sobre Dioniso. Así, por ejemplo, la idea que se trata de un dios desestabilizador, impulsivo, provocador del caos y de otras situaciones inquietantes; aun cuando éstas se aprecian ya en las Bacantes de Eurípides, parecen vigorizarse con resemantizaciones posteriores. Empero, en toda hermenéutica del dios, está siempre latente su condición liberadora con que se lo conoce desde el mundo helénico; lyaîos ‘liberador’ lo llaman Anacretonte (VI 8, 24) y Nonno (IX 18).
Lo que puede verse en el citado ejemplo dionisíaco, como en todo lo que compete a la mitología y religión griegas, tiene que ver con la manera como éstas son actualizadas mediante relecturas, exégesis y resemantizaciones diversas. Esas nuevas perspectivas ponen de relieve una actitud crítica –siempre renovada- que es uno de las notas fundamentales que el mundo occidental ha recogido como herencia del helenismo.
De entre las numerosas recreaciones de la figura de esta deidad, paso a detenerme en el uso que de ella hace el teatrista andaluz Salvador Távora en su versión -en lectura flamenca- de Las Bacantes de Eurípides: se trata del trasvasamaiento de un texto literario a un registro dramático expresado de manera popular.
2. La poética de Távora y su apuesta por el flamenco
La cultura flamenca surgió -y se dasarrolló- en el Mediterráneo español, concretamente en Andalucía, integrada por Granada, Córdoba y Sevilla. Nació como propia de los gitanos aun cuando se advierten en ella aportes indios, judíos e, incluso, visigodos. Esta cultura se desarrolló, a lo largo de siglos, en forma oral (la mayor parte de los gitanos han sido -y aún hoy siguen siendo- analfabetos), también de manera marginal y, en ocasiones, clandestina. Empero, merced a la difusión del folklore -debida principalmente al turismo- y de una progresiva aceptación de la diversidad, el flamenco ha ganado numerosos adeptos en los últimos decenios.
Por otra parte, diversas migraciones llegadas hasta Cádiz (sur de la península ibérica) dan cuenta de haber llevado hasta esa comarca cultos griegos, así sucedió con el de Heracles -el Hércules romano- cuyas columnas estaban situadas a ambos lados del estrecho de Gibraltar y, ciertamente, con el de Dioniso. A este último se lo advierte, por ejemplo, en la iconografía que decora diversas ánforas halladas en lo que hoy es Andalucía y que evoca al dios liberador, lo que informa sobre la difusión de su mito en esa comarca en plena antigüedad clásica. Existen, por lo demás, testimonios que dan cuenta de que las bailarinas de Gades (antigua denominación de Cádiz) eran famosas como “hábiles seductoras y artistas imprescindibles en todos los banquetes licenciosos”[5], lo que permite aclimatar con más énfasis lo dionisíaco, al menos en lo que compete al menadismo.
En cuanto a S. Távora, se trata de un teatrista de origen humilde que se inició en el mundo de una dramaturgia sui generis como puede serlo la tauromaquia. Lo hizo como novillero en la cuadrilla de Salvador Guardia hasta que a este rajoneador, en una lid, un toro lo embistió mortalmente por lo que Távora se apartó de manera definitiva de esos menesteres; más tarde, peregrinó como cantaor por diversos pueblos del sur de España, hasta convertirse en director teatral. En el volumen La imaginación herida, compilado por tres de sus colaboradores,[6] no sólo brinda su itinerario biográfico, sino que también delinea las líneas vertebrales de su poética. Advertimos en él que el punto de inflexión fue el año 1971 cuando José Monleón lo invitó a hacerse cargo de las letras y de la interpretación de Oratorio, obra que fue presentada en el “Festival Mundial de Teatro” de Nancy y donde obtuvo éxito resonante, tal como destaqué en otro sitio[7]. Desde entonces Távora se viene abocando de manera exclusiva al arte dramático, trabajándolo en tono popular y virtiéndolo en registro flamenco; en cuanto a este registro pone énfasis en que ha sido gracias al flamenco como la cultura andaluza logró acentuar su sesgo trágico.
Su compañía teatral -“La cuadra de Sevilla”- no es un simple grupo folklórico que se apoya en conocidos clisés de Andalucía -el zapateo y el cante for export-, sino una compañía fiel a determinado planteamiento estético y con fuerte compromiso social: su propósito apunta a que el teatro retorne a lo popular y sin que por ello pierda jerarquía artística.
Su dramaturgia no está concebida en un espacio “a la italiana”, sino situada en la plaza, a la que asiste gran número de espectadores; por esa causa muchos le han cuestionado el uso de un término consagrado -“teatro”-, cuando en rigor, más que de un “teatro”, parece tratarse de un ritual o, en todo caso, de un espectáculo escénico. Frente a esas objeciones este director ha reaccionado refiriendo que el teatro no debe quedarse “en la mojigatería de la intimidad”, sino que, a través de grandes espectáculos -como fue el caso de la tragedia griega- debe llegar a enormes masas, pudiendo conmover a todos y a cada uno de los espectadores, fundándose en el mismo principio de empátheia que da fundamento ontológico al teatro griego. Con ello propone un teatro con una proyección mayúscula, hoy sólo comparable a la que pueden brindarnos el cine, la televisión u otras representaciones masivas -vgr. ciertas competiciones deportivas-.
Ese sentido multitudinario del espectáculo representado en un espacio abierto, recuerda las plazas de toros -que pueden dar cabida hasta a más de diez mil personas- y que Távora conoció desde su infancia, del mismo modo como recuerda los teatros de Grecia, así el de Epidauro, en la Argólide, que aún hoy se utiliza con sus dieciséis mil sitios para espectadores. También se aprecian similitudes entre el primitivo teatro griego y el de Távora en cuanto a aspectos parateatrales.
De igual modo, así como la escena griega, en un primer momento, estuvo consagrada al ritual dionisíaco, también el de Távora pretende recuperar formas rituales del pueblo andaluz mediante el cante y ciertas formas tanto musicales cuanto de baile. En lo que atañe al cante, lo utilizó no porque se trate de un medio virtuoso de comunicación, sino porque es la manera natural con la que se expresa un determinado sector social de Andalucía: los gitanos.
A sus espectáculos multitudinarios asisten diferentes clases sociales y éstas, al encontrarse reunidas en círculo, además de participar del encuentro “piel a piel” del que habla el maestro andaluz, tienen todas idénticas posibilidades de experimentar conmiseración frente a lo que sucede en escena: el teatro es así un lugar de encuentro. Según este ideario estético no se concibe al público como un espectador pasivo sino que, por el contrario, se lo hace partícipe “de que la violencia escénica que puede haber, también es una violencia que a él le atañe, que todas las historias escénicas son historias que deben preocupar y conmover también al espectador”[8], con lo que hace propio, en otros términos, el efecto catártico del que habla Aristóteles en su Poética.
Para Távora el teatro es un arte por lo que no puede ser explicado de manera racional. Sus espectáculos, aliterarios, son una forma de entender la vida y la muerte según la siente el medio cultural andaluz, donde grandeza y miseria, siempre ensamblados, son captados en todos los casos en situación agónica.
Sorprende que a un creador preocupado por lo popular, como es el caso de Távora, haya podido interesarle un texto clásico como la citada tragedia de Eurípides. El punto que lo religa a esa pieza tiene que ver con una problemática que atañe al hombre y la manera como lo divino puede hacerse patente a lo humano, tanto en sus aspectos sublimes, cuanto en los terribles. Por lo demás, el planteo euripideo trasciende una mera historia tebana para inscribirse en el dominio de lo universal; de ella este teatrista se apropia para proyectarla desde su Andalucía natal.
3. Dioniso en la lectura dramática de Távora
En cuanto a la reescritura de la pieza de Eurípides, Távora la sigue en sus líneas fundamentales con la sola excepción de que la expresa con los códigos y recursos de la cultura flamenca; así, por ejemplo, el coro está en manos de gitanas y la música, obviamente, también.
El dios conserva su condición migratoria, a la vez que su situación de extranjero lo vuelve extraño. Es artífice de la embriaguez, benéfico y terrible a un mismo tiempo, ciertamente, epidémico,[9] y capaz de provocar manía -‘locura’- en quienes osan rechazar su condición de deidad. Por lo demás, es liberador en el sentido pleno de la palabra y, por tanto, no entiende de límites.
La puesta de Távora se inicia cuando la mujer que oficia de corifeo abre el grifo del tonel dejando correr agua (=vino) el que vuelve a cerrar cuando ha concluido la tragedia. Se trata de una metáfora que alude a la posesión mediante el beber ese néctar que no es otra cosa que la esencia del dios: mientras fluye el vino, fluyen la posesión, la locura.
En cuanto a los personajes y situaciones, son las mismas que en Eurípides, salvo las integrantes del coro, gitanas en este caso. El componente flamenco con que resignifica la pieza se advierte en el zapateo acompañado de palmas, danzas y cante vertido éste al son de tambores y otros instrumentos de la cultura flamenca.
Un detalle escénico innovador es una noria que gira ininterrumpidamente durante la puesta y a la cual queda prendido el coro de bacantes: una metáfora de la alienación, una “representación alegórica de las bacanales”[10]. Son las ménades que, prendidas mediante arneses a cada una de las astas del molino, giran presas de la posesión dionisíaca.
La corifeo, en su papel de prologuista, narra el mito de Dioniso; por otra parte ella misma, el coro y el propio Dios son los encargados de introducir la nueva fuerza que dinamizará el mundo y a la que el rey Penteo opone resistencia por temor a que el orden de la ciudad se desestabilice. Entretanto, las cinco mujeres que componen el coro, el incesante zapateo que ejecutan y el tamboril que ritma sus pasos acelerados provocan vértigo, mas, cuando no danzan, sus tirsos al golpear la tierra dan también cuenta de ese estado de posesión. Entre otros recursos de naturaleza semiótica, el cabello suelto de las muchachas del coro juega un papel destacado que se hace más evidente cuando Ágave, al caer posesa, desata su cabellera.
Un personaje clave de la recreación de Távora es Dioniso. Este bailaor, cuyos movimientos escénicos deslumbran, no articula palabra en toda la representación, pero su sonrisa, maliciosa y cautivante a un mismo tiempo, parece prenunciar algo ominoso. Un rasgo clave de su dýnamis lo constituye su flauta con la que “entusiasma” a Penteo hasta que éste, víctima de incantamentum, se entrega.
Cadmo, el adivino Tiresias y Ágave, también posesos, terminan rindiendo culto a esta extraña deidad. Cadmo, encarnado en la figura de un cantaor entrelaza su propia desdicha con el dolor que expresa el cante jondo. Tiresias, con su ropaje cándido –candidus en la antigüedad era la forma en la que los dioses hacían su hierofanta- se mueve en escena como un fantasma que parece sugerir un fin aciago. En cuanto a Ágave, prorrumpiendo gritos lastimeros, pasa, merced a la persuasión de su padre, de la enajenación a la cordura, en una escena que tiene innegables ribetes psicoanalíticos.
En cuanto a dos aspectos clave de los que es víctima Penteo, como son el sparagmós ‘desmembramiento ritual de la víctima’ y la omophagía ‘acción de ingerir carne cruda’, Távora los resuelve mediante un recurso extremo. Respecto del primero, sigue la línea tradicional ya que lo pone en manos de las ménades; respecto de la omophagía innova: aquí es un enorme mastín que, traído por el propio Dioniso, acaba con lo que restaba del malhadado Penteo.
Si bien en esta pieza Távora no parece responder a los códigos de su propia poética -ya que sus Bacantes no es una obra propiamente popular, en tanto tiene un trasfondo literario que es menester conocer para su cabal entendimiento- reelabora la pieza euripidea poniendo énfasis en los aspectos universales que el dramaturgo griego pretendió imprimir a sus Bacantes: la conciencia de que existen fuerzas que se yerguen por encima del hombre, la imposibilidad de oponerles resistencia, la aceptación de lo foráneo y, por sobre todo, mostrarse abierto ante la irrupción maravillosa de las hierofanías.
[4] Diego Mariño Sánchez, Historiografía de Dioniso. Introducción a la historiografía de la religión griega antigua, Universidad de Santiago de Compostela, 2007.
[5] José Blas Vega, “Hacia la historia del baile flamenco”, en Caña de Flamenco, Nº 12, Sevilla, 1995.
[6] Concha Távora, Francisca Murillo y Evaristo Romero, La imaginación Herida. Apuntes para un lenguaje teatral, Sevilla, Publ. de La Cuadra de Sevilla, 1998.
[8] En Salvador Távora o la imaginación herida. Apuntes para un lenguaje teatral, compilado por Concha Távora, Francisco Murillo y Earisto Romero, Ayuntamiento de Écija, 1998, p. 3 1.